CUENTOS
Obra de Zdzislaw Beksinski
Literatura Tenebrosa
Aún tengo el vívido recuerdo de mi hermana, encorvada sobre la cama y convertida por completo en un espeluznante monstruo. Es una horrible imagen la que viene a mí en las noches, cargada de formas grotescas y recuerdos amargos. Y su indescriptible fosforescencia me invade cuando todo está oscuro y en silencio, atormentando mi espíritu hasta la llegada del alba. Durante ese delirio me es esquivo el sueño y la tranquilidad, mientras que pesadilla tras pesadilla pierdo peso y sufro de inclementes migrañas que llegan hasta mis nervios; hasta llevarme, quizás, a una muerte prematura.
Para contar con detalle esta historia debo transportarme a mi infancia. Mi familia era de ensueño: unos padres amorosos y mi amada hermana, Ana. Yo era el menor y, por lo mismo, sentía el abrigo de dos madres. Ana era cuatro años mayor, me cuidaba y me amaba con empalagosa dulzura. A menudo me mimaba y me abrazaba, y me daba besos en las sonrojadas mejillas. Era una hermana maravillosa.
Pero a menudo la vida sacude la frágil estabilidad hasta sus cimientos, y da por sentado que lo único seguro es que no hay nada seguro; excepto la muerte. ¡Y aprendí esa lección con dolor y lágrimas! En un viaje al campo, un pequeño clavo laceró la pierna de Ana mientras saltaba una tapia. Ella sacó el clavo de su pie, lloró un poco y siguió disfrutando de las vacaciones. Pero la bacteria ya estaba en su interior, enquistada con terrible sigilo, y se esparció rápida y horrorosa.
Pronto su salud empezó a mermar. Mis padres poca atención les prestaron a los síntomas iniciales, pues no había dolor… no aún. Al principio fue una pequeña fiebre; pero esta se prolongó por una semana, acompañada de una pequeña hinchazón. Ana se sentía cansada, y no quería ir al colegio. El dolor llegó dos semanas después, y casi detrás de él vino la mordaz decadencia.
La tragedia se desenvolvió muy rápida y sin pliegues. La osteomielitis, increíblemente agresiva, la deformó en poco tiempo. Sus bellas y dulces manos se descarnaron y se alargaron, cuáles garras aguileñas. Su rostro se descarnó y perdió su candor. Parecía más envejecida por las muecas de dolor y las arrugas de su frente. Sus labios se secaron y su cabello se volvió grasiento, sucio, hasta caerse por mechones. Día a día se iba gibando, encogiendo, y pronto su columna empezó a ser visible en su espalda. Mis padres y yo solo podíamos ver cómo la enfermedad la devoraba con inusual presura.
Entonces empezó a odiar la vida, al tiempo que la envidia a la salud ajena apuntaba su odio. En sus ojos veía la furia al verme sin dolor alguno, sin angustia, libre de una cama y de una enfermedad invalidante. Envidiaba cómo yo podía ir al baño sin depender de nadie; cómo podía tomar una ducha caliente en vez de un baño con paños húmedos; cómo podía recibir la luz del sol, tener amigos, ir al colegio y seguir mi vida normal. A menudo, mientras gozamos de salud, vemos problemas en todo; pero cuando enfermamos tenemos un solo problema.
Ana, incapaz de moverse, empezó a orinarse en la cama, obligando a mi madre a limpiarla. También necesitaba ayuda para comer, por lo que yo, infinitamente agradecido porque la amaba, lidiaba a veces con la ardua tarea. Pero ella, culpando a Dios y a la suerte, me veía como su enemigo. Me escupía la comida y chillaba en mi cara como un cerdo, enviándome un hálito vaporoso y hediondo. Por todo lo mencionado empecé a evitarla. Con el tiempo ya no quería cuidarla, lo que causó discusiones con mis padres.
Recuerdo que al pasar por su cuarto sentía ese apestoso hedor, por lo que cruzaba con paso apresurado. Pero al hacerlo, Ana me gritaba indecibles improperios. Recuerdo también esa voz distorsionada y chillona que estremecía el alma, mientras un frío de odio y miedo me recorría la espalda.
Así pasaron los meses, y después un año. Mi madre, cansada, seguía con el resignado cuidado de esa bestia. Mi hermanita había desaparecido por la maldita osteomielitis, por esos brutales estafilococos que, casi seguro, estaban en ese diminuto clavo en medio del campo. ¡Maldigo ese clavo! ¿Cómo era posible que algo tan pequeño e inanimado pudiera arruinar a mi familia de repente? Mi padre también se veía cansado; pero yo era el más renuente. Los hombres somos menos propensos al cuidado, y por eso ya no quería saber nada de mi hermana. Incluso, debo confesar con vergüenza que empecé a desear su muerte para ganar la atención completa de mis padres (y creo que de este deseo nace el pesado remordimiento y, por ende, las voluptuosas visiones que ahora sufro). No puedo asegurar que mis padres pensaran igual, pero creo que más de una vez contemplaron tal idea.
Ana, aunque odiaba la vida entera, enfocaba su odio hacia nosotros. Quería vernos serviles, limpiándola y alimentándola; como si nuestra infelicidad hiciera más llevadera su enfermedad, como si los dolores fueran más tolerables con nuestra amargura, como si nuestra miseria fuera su efímero consuelo. Si ella no era feliz nadie podía ser feliz. ¡Cuánta crueldad! Alimentarla era en demasía complicado, pues mordía y escupía; y vestirla era difícil, pues sus ropas quedaban pegadas a su piel a causa de las crecientes llagas de su espalda. Entendía su dolor, pero ella se encargaba de hacer de su propio cuidado una tarea más ardua.
Y yo me convertí en el lienzo perfecto para esparcir su miseria. Siempre que me acercaba intentaba tomarme del pelo y zarandearme, pero sus fuerzas la abandonaban y se contraía en un doloroso pasmo. Incluso, en una ocasión durante una limpieza intentó morderme con esos dientes podridos y filosos. Ese fue el último día que ayudé a mi madre con los cuidados. Ya no quise saber más de ella. Para mí, Ana, mi amada hermanita, ya estaba muerta.
Pero Ana no moría, por más que quisiera. Y pasaron dos años, dos horribles y eternos años cuidando ese despojo maligno y lleno de odio y envidia. Mi madre envejeció, su cabello se llenó de canas y su rostro se arrugó. Mi padre también sufrió, pues tuvo un preinfarto en víspera de navidad. Su rostro se adelgazó y dejó de sonreír. Yo, siendo niño, solo quería que todo acabara.
Y todo acabó una noche lluviosa de octubre, por casualidad el mes de las brujas (para mí, Ana era una fea bruja de cuento de terror). Yo dormía, arrullado por el sonido de las gotas sobre las tejas, cuando escuché en la oscuridad un alarido desesperante que fue subiendo en agudos decibeles hasta desaparecer. Parecía un grito proveniente de una cripta profunda y húmeda. Mis padres se levantaron de inmediato; pero yo no lo hice, pues sabía que era Ana. No quería ver el ocaso del monstruo. Sentí entonces que llovía más duro, y el negro cielo empezó a iluminarse con rayos, al tiempo que truenos furiosos sacudían las ventanas. Escuché otro grito, ahora ahogado; casi un mugido doloroso y terrible. Otro rayo cayó y las ventanas de nuevo se sacudieron. Yo solo me cubrí con la cobija, y, sintiendo de repente una paz extraña, supe que ella había muerto. Casi de inmediato la lluvia mermó, y no cayeron más rayos durante esa noche. Por fin Dios… o el Diablo… se había llevado esa alma encerrada en ese cuerpo torturado. Ana, mi hermana, por fin nos dejaba descansar.
Pensé que todo había terminado. Su funeral fue triste, pero hubo un alivio implícito. Mis padres lloraron, pero rejuvenecieron. Yo por fin sentí que podía tener la atención completa. Es horrible admitirlo, pero sentí un tino de felicidad. Todo había acabado… o eso pensé.
Ya sin la presencia de la enferma, la mente empezó a jugarme malas pasadas: recordé a la dulce Ana, a mi amada hermanita, que me abrazaba y me mimaba. Recordé a la bella niña que permanecía sonriente, que con dulces caricias aliviaba mis raspones, que me hacía galletas con la masa que le sobraba a mi madre cuando cocinaba. Entonces me sentí miserable, culpable, horriblemente avergonzado de siquiera desear la muerte de ese ángel. Y la culpa y el remordimiento empezaron a apoderarse de mi ser, nervio por nervio, hasta engullir mi tranquilidad y enfriar mi felicidad.
Pasaron los años, y el recuerdo empezó a transformarse. Los primeros años recordé cómo era antes de la enfermedad: una niña hermosa vestida de rojo o azul, con coletas y una sonrisa amplia. Dulce y maternal, de cachetes rosados y una mirada pura y hermosa. Este recuerdo me causaba nostalgia, pues un terrible cargo de conciencia me oprimía el corazón. Pero entonces, creo, esa culpa empezó a jugarme en contra, pues de repente llegó al interior de mi cráneo, sumergida en sus deformaciones.
Y todo es más terrible ahora que vivo solo. Dejo las luces encendidas, pues la oscuridad me acuerda a su terrible cuarto, causando en mí miedo y náuseas. En ocasiones no puedo moverme ni respirar. Cuando la casa está oscura y en silencio la veo. ¡Juro que la veo, burlando la custodia de la tumba y al guardián del infierno! Veo su sombra de manos alargadas y espalda curva y descarnada, mirándome con esos ojos negros llenos de furia y dolor. Temo abrir la puerta de mi armario por la noche y encontrarla allí, agazapada en la oscuridad, sonriendo con esos dientes amarillos y con una expresión sardónica y cruel, presta a lanzarse a morderme. Temo abrir la cortina por la noche, pues imagino su rostro pálido y desfigurado pegado al cristal, con los ojos muy abiertos e inyectados de sangre. Temo encontrarla acurrucada al final de la escalera, o esperándome escondida en el baño, más oscura que el rededor, pero con ojos brillantes en un rostro cadavérico. A menudo siento ese olor agrio que me recuerda su miseria; sudo y tiemblo cuando lo percibo. Así que miro a todo lado, esperando verla, pero nunca hay nada.
Mi mente arruinada invoca esos recuerdos terribles, llevada por una conciencia sucia. (Quiero pensar que es mi mente y no la realidad). Pero el terror que siento en mi casa es un tormento vívido que se está volviendo cada vez más frecuente. Ya no quiero llegar a mi hogar por la noche, pues siento que ahora vivo con ese chillido agudo en medio de la lluvia y los rayos, ese olor asqueroso, esa sonrisa macabra, esas manos… ¡Esas huesudas y deformadas manos! Esa posición fetal, esas muecas de ira y resentimiento. Todo es para mí palpable, como si su fantasmagórico recuerdo fuera mi inquilino, un inquilino espectral y tenebroso. Ahora, mientras escribo, intento recordar a mi amada hermanita, pero no, ya no lo logro; solo recuerdo el horripilante monstruo.