CUENTOS
Obra de Alfred Kubin
Literatura Tenebrosa
Me tomaré cierta libertad en este relato, pues narraré esta historia cual cuentero y a la vez historiador. ¿Cuánto de realidad y de fantasía hay en este relato? Al igual que la historia y que los cuentos fantásticos, se tienen ambos puntos de vista. Y me tomo este atrevimiento porque desde que conocí la historia de Eidhard supe que tenía que plasmarla; un acontecimiento guiado a menudo por la arrogancia y el orgullo.
Eidhard, nombre grandilocuente, fue el primogénito de un viejo señor feudal. Poco y nada conocía las carencias, el agotamiento y el dolor de sus vasallos. Sobresalió siempre por su estatura y su fuerza; y esto lo ponía en una excelente posición: poder y fuerza, una voluptuosa combinación. Además, como si fuera poco, era bastante atractivo para las mujeres, por lo que ganó muchos enemigos.
En su aldea natal, Eidhard era conocido por coquetear con muchas jóvenes, independiente de su estatus. A menudo se metía en problemas con los campesinos, pues no respetaba los sagrados lazos del matrimonio. Se sentía con el poder suficiente para intentar besar mujeres ajenas frente a sus maridos. Cuando algún hombre lo increpaba, el gigante lo amenazaba con sus nudosos puños o su espada larga. Entonces, casi todos los hombres de inmediato desistían de su reclamo. Sin embargo, sí se vio envuelto en varios altercados, y cuando el amedrentamiento no funcionaba simplemente se iba a los golpes. Si la gresca crecía llamaba a los guardias de su padre, fungiendo ellos como guardias personales y perros falderos. Nuestro protagonista era en verdad un completo idiota; pues es bien sabido que un hombre joven no sabe manejar el poder y, en vez, distorsiona su propia realidad con estados alterados y egos rebasados.
Y los problemas se incrementaban a la par con la cantidad de cerveza que bebía. Iba a los antros y a las tabernas, cantaba desafinado y destrozaba el mobiliario, acosaba a las mujeres y se burlaba de los discapacitados; pero nadie hacía nada, siendo cómplices tácitos apaleados por el miedo. Los aldeanos, temerosos, simplemente lo evitaban.
Pero todo cambió a principios de abril, un año y tres meses después de iniciada la guerra. Eidhard tenía veintitrés años para esa época. A la aldea llegaban algunas historias de la guerra lejana, de valientes héroes y grandes victorias. Muchos guerreros del imperio habían ganado renombre; y eso era lo que el joven quería. ¡Quería gloria! Empezó a fantasear la batalla, seguro de su fuerza y gallardía. Se veía, en acto de disociación y desdoblamiento, batiendo enemigos a diestra y siniestra, sin esfuerzo y temor. Deseaba hacerse con riquezas de saqueos y con mujeres exuberantes. Incluso se imaginaba siendo un renombrado general con varios hombres bajo su mando; idea poco descabellada para el hijo de un señor feudal. Estaba acostumbrado a mandar, pero además de dinero tenía fuerza y belleza, atributos que le permitían maniobra a cierta petulancia.
Y cuando las noticias de la guerra llegaron, Eidhard se animó. En la aldea se supo que el enemigo había cruzado la frontera oriental y se dirigía a los Acantilados, a sólo unos kilómetros. El emperador había ordenado a los hombres sanos ir al valle que se abría al norte de los Acantilados y unía las fronteras de los dos imperios. Así que Eidhard, con el corazón henchido, pensó que por fin había llegado su oportunidad: sería un soldado, un guerrero, un héroe.
La convocatoria llegó con el fresco amanecer de un lunes. La proclama fue leída en la plaza del pueblo y el emisario fue claro: —¡Todo hombre que pueda luchar debe ir al valle en tres días!
El pecho de Eidhard casi estalla por la emoción. El valle sólo quedaba a una jornada a paso rápido, por lo que podría unirse al enorme ejército en tan sólo días. Fue a su casa animado y se calzó la armadura de cuero, los guanteletes, las grebas y las botas. Abanicó la espada larga una y otra vez, mientras imaginaba a sus enemigos sucumbiendo por sus estocadas. Y reía, reía como una hiena senil, lleno de sevicia y arrogancia. Imaginaba a sus oponentes lerdos, patizambos y débiles; ¿y por qué no los imaginaría así?, si así eran los aldeanos que había conocido toda su vida. El joven pocas veces había visto los soldados de su imperio, por lo que suponía debían ser como él: valientes, altos y fuertes. Pero no imaginaba así a sus enemigos, pues eran el enemigo y con el enemigo no se tiene empatía.
Esa noche se fue de juerga con algunos amigos y algunos guardias. Se emborrachó hasta la demencia y estuvo con varias mujeres, asumiendo que ya era un héroe reconocido, y festejaba como si ya hubiera ganado la batalla, como si tuviera un botín de guerra en sus bolsillos y en su corazón.
Llegó la mañana y treinta y dos hombres salieron de la pequeña aldea hacia el valle. No iban a caballo. Sólo llevaban tres mulas con algunos víveres. Durante la jornada, Eidhard hablaba fuerte y con bríos, por lo que rápidamente los hombres lo vieron como un líder, y empezaron a pedirle consejos. Ninguno de esos campesinos había ido a la guerra, y sólo uno de ellos había matado a otro hombre en una riña. El resto sólo habían matado gallinas y vacas. Esos hombres analfabetos no sabían más que labrar la tierra y ordeñar; por lo que vieron en el joven alguien de quien aprender y en quien confiar, incluso alguien en quien resguardarse. Esto animó al gigante, que hablaba con propiedad (aunque pocas veces supiera en verdad de lo que hablaba). Eidhard tampoco había matado nunca a nadie, pero eso no debían saberlo sus compañeros.
La noche llegó y con ella el cansancio y el hambre. La oscuridad era densa y los ramajes alrededor limitaban la visión. Durante medio día habían estado marchando por la densa arbolada que se extendía por las crestas de los Acantilados por kilómetros. Muchos de los que habían ido al valle sabían que estaban cerca, por lo que decidieron descansar, hacer unas fogatas y cantar algunas canciones para avivar los ánimos. Hasta el momento los hombres no eran conscientes del peligro de una batalla, y el miedo aún no asomaba en los cráneos y en los espíritus. Bebieron algunas cervezas para anestesiarse y se fueron a dormir.
Antes del amanecer, la compañía inició de nuevo la marcha. Durante el camino comieron carne seca y galletas, y al mediodía vieron finalmente el linde y, a lo largo, el verde valle de flores amarillas. ¡Lo habían logrado! Todos esperaban ver cientos de carpas con banderas de colores vivos, y mucho movimiento y ruido; pero no había nada de eso. Así que, confiados, decidieron salir al fértil linde.
Pero ninguno de ellos sabía qué era el cargo de batidor o del arte del explorador. Ninguno era cauto en la guerra, pues habían vivido en la aldea toda su vida. Así que todos los treinta y dos salieron de la arbolada al mismo tiempo. Al hacerlo, vieron con alegría un grupo de quince hombres alrededor de una pequeña fogata humeante (quizás menos). Entonces, bonachones, se acercaron, pensando que eran soldados de otra aldea cercana.
—¡Hola, amigos míos! —dijo Eidhard levantando las manos, amable pero impetuoso. Su orgullo le permitía hablar con propiedad incluso a desconocidos.
Pero al acercarse diose cuenta de que aquellos hombres parecían ser diferentes. Eran de estatura un poco más baja, pero corpulentos, y los rasgos parecían más finos. Los extraños palidecieron al ver a Eidhard y sus compañeros. Entonces se miraron entre ellos y parecieron saludar… pero en otro idioma.
Todos quedaron paralizados, pues se supo que no eran compañeros de armas… ¡Eran el enemigo! Al principio todos dudaron, en ambos bandos. Parecieron pensar en una tregua. Pero Eidhard, llevado por su arrogancia, lanzó una mirada rápida y supuso que superaban en número al enemigo. Además, parecían ser más débiles que él. Por lo que el joven gigante fue el primero en tomar su espada para blandirla. ¡Él sería quien iniciaría la batalla!
Pero no fue así. Apenas sacó la espada de su funda sintió un golpe abrupto al costado derecho de su cabeza. Un golpe súbito y crujiente que lo hizo perder el equilibrio y la visión. Todo se fundió en las tinieblas. Eidhard cayó hincado sobre su rodilla, con los ojos abiertos, pero con todo su alrededor ennegrecido y sin bordes. No escuchaba bien, pues de repente todo fue difuso, cuales voces fantasmales en medio de un ritual pagano. ¿Qué había pasado? Él creía ser el mejor guerrero. ¿Quién lo había golpeado?
Duraron sólo unos segundos para que volviera en sí. Su visión revivió y vio el verde pasto. Entonces intentó levantarse, pero casi de inmediato sintió un golpe en su mano derecha, como quien se machuca con una puerta. No sintió mucho dolor, pues la adrenalina le corría por todo el cuerpo, pero sí quitó su mano derecha por acto reflejo. Se levantó y vio a un guerrero frente a él que blandía una espada. Así que, por simple instinto, subió sus manos para evitar el golpe, y allí se percató de que su mano derecha le colgaba del brazo, roja y casi desprendida. Sólo la sostenía un poco de piel y algunos tendones. Aunque no sentía mucho dolor, la impresión lo hizo gritar.
Logró esquivar el segundo golpe del enemigo con tan sólo una cortada leve en el antebrazo, pero sólo hasta entonces tuvo la lucidez para pensar en la situación: habían pasado pocos instantes y ya había sufrido un golpe en la cabeza y había perdido su mano derecha. Su batalla había terminado en menos de cinco minutos. Ya no podía luchar, pues era diestro, y no tenía arma alguna: había soltado la espada al sentir el corte en la mano.
Así que, presa del terror y del pánico, salió corriendo hacia la arbolada. Olvidó a sus compañeros, su orgullo, sus ansias de poder, sus fantasías… todo. Se convirtió en un niño malcriado e indefenso. Su alta talla ya de nada servía. Sus ínfulas de matón habían sido enterradas en el campo de batalla, dejando tras de sí una lápida de sangre, dedos y vergüenza. Estos enemigos no eran simples aldeanos de los que se podía aprovechar; estos eran guerreros, soldados que sabían mutilar, degollar y matar. El hombre que lo había atacado no era un simple campesino: se movía rápido, era fuerte y valiente, tenía un yelmo enterizo de acero, armadura y una capa roja que ondeaba con el ahora fétido viento. Ese enemigo sí era un soldado que quizás había asesinado a muchos en batalla.
Todo esto pensaba Eidhard mientras corría cuesta arriba. El camino era accidentado, pero la adrenalina y el miedo lo llenaban de cierta inhumana energía. Escuchaba a lo lejos gritos, insultos en ambos idiomas, súplicas y el chocar de los metales; pero cada vez eran más distantes y difusos. Siguió corriendo por unos minutos más hasta que el cuerpo finalmente dejó de responderle. Las piernas le temblaron y por fin cayó al suelo terroso. El pecho empezó a dolerle, la cabeza empezó a retumbarle y la garganta se le tornó arenosa. Y en sólo segundos empezó a vomitar, pero no vomitaba sólo bilis, también sangre. Ahí supo que tenía una hemorragia nasal, causada quizás por el golpe en la cabeza. Él no lo sabía, pero cuando sacó su espada un soldado que lo había estado siguiendo desde el linde lo golpeó con un martillo, y casi de inmediato el otro soldado lo mutiló.
Eidhard entonces empezó a sentir que los segundos se extendían al infinito. El dolor, punzante e insoportable, empezó a invadirlo, desparramando la desesperación por cada nervio. La mano ya se le había desprendido y salía sangre a borbollones por el brazo. Todo su cuerpo estaba rojo y pegajoso. Intentó hacerse un torniquete, pero no pudo apretarlo bien porque ya no tenía fuerza en su brazo izquierdo. El frío empezó a despertar el dolor del brazo, cual simio provocando un león, hasta que éste se volvió un suplicio. Y no era sólo el brazo: la cabeza le dolía como si la cincelaran a carne viva. Sudaba por la agonía, mientras la cabeza le palpitaba y le ardía. La sangre no dejaba de salir por su nariz, y el vómito volvió dos veces más. Intentó respirar profundo para calmar el malestar, pero no era posible... nada ahora era posible.
¿Dónde había quedado el sueño de gloria? Él, el alto y bello Eidhard, a quien envidiaban los hombres y amaban las mujeres, yacía manco y sucio en una arbolada, con una hinchazón enorme y negra en la cabeza, casi desfigurante, un ojo enrojecido y el rostro pálido por la pérdida de sangre. ¡¿Cómo era posible que su destino, su gran destino, fuera a durar menos de cinco minutos en una batalla y ahora fuera morir solo y deshonrado como una rata que escapa herida y muere entre las paredes?! ¡¿Qué clase de final era ese para un hombre tan grande como él?!
La batalla entre ambos ejércitos se llevó a cabo dos días después. Ambos recibieron tantas bajas que ninguno pudo avanzar, por lo que la aldea se salvó. De los treinta y dos que salieron a la batalla volvieron trece; todos huyeron durante la primera carga del enemigo. Pero hubo cuatro de ellos que lograron herir o matar a algún enemigo. Llegaron cansados, pero orgullosos, pues habían hecho mucho más que el cobarde de Eidhard. Nadie se molestó en buscarlo más que su padre y su madre. De hecho, la verdad nadie sabía si para ese momento estaba vivo o muerto. Todos contaron la historia del tonto arrogante que duró sólo minutos frente al enemigo. El joven que se mofaba de todos y alardeaba de su fuerza fue abatido como una niña indefensa. El rumor se esparció por el pueblo, y todos los hombres y mujeres que sufrieron a manos del gigante se alegraron.
Al mismo tiempo, unos niños que jugaban en el bosque se toparon con un bulto lleno de hojas entre los árboles. Al acercarse y espantar las moscas vieron el cuerpo de Eidhard, azulado y rígido. Los perros ya habían devorado sus piernas, y en el rostro se veía el sufrimiento por haber estado casi un día entero agonizando, solo, en medio de los árboles, frustrado y dándose cuenta de que quien lo mató fue el orgullo y no el enemigo. Así fue la historia de Eidhard, el guerrero arrogante que nunca luchó.